José Ignacio Wert, tertuliano y demoscópico metido a ministro, ha conseguido la proeza sin precedentes de levantar en armas a toda la comunidad educativa, tanto de enseñanza obligatoria como universitaria, con su proyecto de ley de reforma educativa, LOMCE, y su reciente ocurrencia sobre las becas.
La filosofía de la mal llamada reforma consiste simplemente en adaptar lo peor del sistema anglosajón, como es la segregación temprana entre alumnos de distinta capacidad y de distinto origen socio-económico. Se pretende así dar un marchamo de distinción social a aquellos que estudian en centros concertados o privados y, luego, en la universidad, relegando al resto a ser trabajadores de menor nivel o no cualificados y ampliando la brecha social. Esto signfica que se abandona el esfuerzo por cerrar la inequidad social desde la cuna, no solo por factores presupuestarios, sino por la propia creencia de que estudiar solo debe estar al alcance de una élite. Este modelo se basa en el principio del supuesto esfuerzo personal como factor clave para el éxito social y asume que el punto de partida es idéntico para toda la sociedad.
Con tales mimbres, este Gobierno emprendió una cruzada contra la educación pública, cuya apuesta por su excelencia es la única garantía de igualdad de oportunidades, al margen del método corrector del sistema de becas. Porque, ¿de qué vale una beca para estudiar en un sistema público degradado, con baja calidad y desprestigiado? Este proceso de degradación comenzó con la supresión de becas de comedor y libros en muchos centros públicos, lo cual ha dejado a muchas familias al albur de la crisis.
En algunos territorios, como Madrid, la discriminación en favor de la enseñanza concertada ha sido clara y contundente: se han retirado profesores de apoyo a niños con dificultades en la enseñanza pública, no se ha renovado el contrato a miles de interinos y se ha cedido suelo a colegios que segregan por sexos o a centros de inspiración relgiosa.
Esta deriva en la educación secundaria, junto al bloqueo del desarrollo de la enseñanza de 0-3 años, acabará convirtiendo la enseñanza pública en un servicio de beneficiencia para las rentas más bajas y lo que quede de la inmigración que no puedan pagar el impuesto revolucionario de la concertada.
Tras este proceso de criba social y económica, ahora se vende el mensaje de la “excelencia” y el “esfuerzo personal”. Por supuesto que el nivel de la educación primaria y secundaria es mejorable, pero la solución no pasa por degradar aun más la rama que mejor permite consolidar la cohesión social. La pretensión de endurecer el acceso en materia de calificaciones parte del propio núcleo de la discriminación social. Si tan solo ojeasen la literatura sobre rendimientos y determinantes de la educación superior, conocerían la fuerte correlación entre nivel socioeconómico y calificaciones académicas. Lo mismo suecde entre la renta del hogar y el fracaso y abandono escolares. Si se eliminan los percentiles de renta más bajos de la muestra del informe PISA, los resultados en España estarían en la media europea.
Llegados a este punto, la polémica sobre las becas en el caso de la universidad tiene otras connotaciones. Aunque el punto de partida es el mismo –restringir el acceso a las rentas más bajas a la educación–, aquí se une el carácter no obligatorio de dicha etapa educativa. Es cierto que la universidad española presenta hoy una baja calidad, de media. La eclosión de facultades en prácticamente todas las provincias ha elevado el gasto, no la calidad, y reducido los incentivos para la movilidad estudiantil o profesional. Sería conveniente en ese sentido hacer una planificación objetiva y una racionalización de la oferta universitaria, aunque ello conlleve, en determinadas universidades, el cierre de facultades que apenas cuentan con alumnos. Ello podría llevar a elevar el listón de los recursos públicos para poder garantizar el acceso a una buena educación pública a todos los alumnos que carezcan de medios y, en muchos casos, se fomentaría la movilidad.
La sociedad española tran-sita hacia la desigualdad más perversa, salvo que se logre parar a tiempo.
Pero sí es urgente concienciar a toda la comunidad universitaria que estudiar es una oportunidad única para posicionarse mejor ante el empleo y que obliga a una dedicación plena, salvo en en el caso de los que tengan que compatibilizar el trabajo y el estudio. Por ello, resulta imprescindible un cambio en las condiciones de permanencia –que el estudiante no se eternice en su carrera–, más que un listón para la entrada.
En resumen, el atentado contra la igualdad de oportunidades en la educación ha comenzado, mediante la segregación social entre los que estudiarán en buenos centros y en centros marginales, y entre los que podrán acceder a la enseñanza superior –se intentará que sólo lo consigan los percentiles más altas de la sociedad– y los que no, lo cual reducirá drásticamente el gasto público. La sociedad española transita hacia la desigualdad más perversa, salvo que se logre parar a tiempo.
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